

Por: AGENCIA / SHD
El encuentro comenzó a las 8:30 de la mañana en el Parque del Llano del Tigre. Los primeros en llegar fueron los tamboreros y piteros, cuyos sones ancestrales resonaron bajo el techo de las canchas, llamando a la celebración.
Poco a poco, se sumaron mujeres de todas las edades: algunas con faldas rojas vibrantes, otras con vestidos florales y unas cuantas ataviadas con gris sobrio. Sus cabezas brillaban con sombreros de charro bordados y diademas de flores rojas, aunque ninguna llamó más la atención que una anciana que, con equilibrio magistral, recorrió la meseta llevando un bote de leche en la cabeza.
Antes de las 10, el desfile inició. Hombres y niños se transformaron: colocaron sus monteras, agitaron los chinchines y bajaron las máscaras de Parachico sobre sus rostros. A lo lejos una carreta colorida tirada por un burrito, sube la cuesta del ondulado camino que dirige al Llano del Tigre. Por la calle de los matorrales, llegaron los jinetes con caballos enjaezados, listos para cerrar la retaguardia del contingente.
Recorrido, al pasar frente a la iglesia de La Asunción, se unió otro grupo de danzantes. Desde ese momento, encabezaron el desfile interpretando las coreografías sagradas: el Napapok Etzé, el Yomo Etzé, los Negritos de la Santa Cruz, los del Corpus Christi y el Tonguy Etzé.
Talco, maicena y confeti volaron sobre los espectadores, manchando ropas y provocando risas. Hay elementos producto de la modernidad y de la resistencia comunitaria al paso del tiempos como Mototaxis con atuendos zoques o animales vivos y disecados que traen cargando y paseando.
El contingente avanzó por las calles serpenteantes de Copoya hasta llegar, cerca de las 11 de la mañana, al parque central. Bajo un sol inclemente, ejecutaron por última vez las danzas que honran a sus ancestros.
Así concluyó un ritual donde el tiempo se suspende: la memoria de un pueblo se baila, se toca y se vive.