

Por: AGENCIA / SHD
Los Chiricahua apache, nómadas que seguían el ritmo de las estaciones, buscando el calor de las llanuras en invierno y la frescura de las montañas en verano. Cazadores y recolectores, sus hogares eran los wickiups, refugios efímeros tejidos con hierba y pieles.
Ser guerrero era un camino sagrado, abierto a hombres y mujeres por igual. Desde la infancia, los juegos se convertían en entrenamiento, arcos y flechas en miniatura forjando futuros guerreros. La resistencia se templaba en pruebas extremas: correr dos días sin descanso, desafiar la sed con una piedra en la boca, desaparecer en el entorno con la inmovilidad de una sombra. El frío no era un obstáculo, sino un maestro, con inmersiones en ríos helados fortaleciendo el cuerpo.
La idea de la prisión o la muerte impotente era una afrenta para los Chiricahua, que encontraban paz en el combate o la vejez. Tras la llegada de los caballos, se convirtieron en jinetes excepcionales, dominando el arco y la flecha con maestría. Y cuando el rifle llegó a sus manos, lo hicieron suyo, convirtiéndose en tiradores formidables.