Por: AGENCIA / SHD
Puede que los humanos no nazcamos precisamente con un pan bajo el brazo, pero sí dotados de un sistema inmunitario que es todo un portento defendiéndonos de los agentes patógenos que continuamente nos rondan. “Cuando uno nos ataca, primero actúa el sistema inmune innato, compuesto principalmente por macrófagos, que dan la voz de alarma, pero de un modo inespecífico, es decir, sin tener en cuenta el tipo de agresor”, indica en una entrevista a MUY la inmunóloga Matilde Cañelles, del Instituto de Parasitología y Biomedicina López-Neyra, en Granada.
Mientras llegan los refuerzos, los macrófagos no se lo piensan dos veces y se enfrentan a los invasores. Literalmente, se los comen. No en vano, se trata de células fagocitarias que se dedican a digerir microorganismos. Puede que sean un poco toscos, pero resultan muy eficaces como primera línea de defensa y proporcionan información clave sobre el enemigo a las células del sistema inmune adquirido o adaptativo.
El cabecilla, por así decirlo, es el denominado linfocito t colaborador, un tipo celular que actúa como coordinador del resto del citado ejército. A fin de cuentas, es el que dispone de los receptores de antígeno altamente específicos –los antígenos son sustancias que inducen una respuesta inmunitaria en el organismo, lo que provoca la formación de anticuerpos–, capaces de reconocer y diferenciar miles de millones de moléculas diferentes.
Todo esto sería perfecto si no fuera porque la primera vez que nos enfrentamos a un germen, el sistema inmune puede tardar más de la cuenta en coger le el puntillo. Eso implica que no siempre le da tiempo a conocer lo suficiente al enemigo para salir victorioso. De hecho, las consecuencias pueden ser fatales cuando el microorganismo al que nos enfrentamos está decidido a acabar con nosotros, como ocurre con los virus de la viruela, la rabia y la poliomielitis. Ahí es donde entran en juego los científicos.
Lo que resulta indiscutible es que las vacunas son una de las armas más poderosas que existen para combatir las enfermedades. Salvan como mínimo tres millones de vidas al año, una cifra que se podría duplicar si la cobertura vacunal infantil en los países en vías de desarrollo fuera completa. Es más, gracias a la vacunación evitamos que enfermen muchos millones de personas más. Y eso a pesar de que aún quedan muchas enfermedades para las que aún no se ha encontrado una.
Los avances en bioinformática, ingeniería y edición genética auguran un futuro prometedor en este campo. Así, entre otras muchas cosas, las actuales vacunas inyectables empezarán a verse desplazadas por otras equipadas con microagujas que se colocarán como tiritas, aerosoles nasales y otros formatos indoloros, seguros y fáciles de administrar. De ese modo, no será preciso que las aplique personal sanitario especializado y su uso se extenderá.