Por: AGENCIA / SHD

Durante los años veinte, los circos en México fueron mucho más que carpas llenas de animales, acróbatas y payasos. Se convirtieron en auténticos museos ambulantes donde la gente podía conocer de cerca los avances tecnológicos que comenzaban a transformar la vida cotidiana.

En una época en la que la electricidad aún no llegaba a todos los hogares, aparatos como motores pequeños, aspiradoras, licuadoras y ventiladores resultaban asombrosos. Tan novedosos eran que el público pagaba un boleto adicional solo para verlos funcionar.

Algunos circos incluso destinaban carpas completas a estas exhibiciones, conocidas como “La Carpa del Progreso”. En su interior se mostraban licuadoras, focos eléctricos, radios, ventiladores, proyectores y pequeñas máquinas para hacer hielo.

Para muchas familias, estas visitas representaban el primer encuentro con un aparato eléctrico encendido. El simple acto de prender un foco o escuchar una radio bastaba para provocar sorpresa y curiosidad entre adultos y niños.

Las demostraciones se realizaban con detenimiento. Una licuadora podía funcionar durante diez minutos mientras el público observaba atento, y al finalizar, no era raro que estallaran aplausos ante lo que parecía un milagro de la modernidad.

México era entonces un país donde el progreso avanzaba lentamente, sobre todo en las zonas rurales. Por ello, el circo cumplía una función educativa y divulgadora, acercando innovaciones que aún estaban fuera del alcance cotidiano.

Así, además de entretener, los circos de los años veinte se transformaron en una ventana al futuro, llevando la promesa de la modernidad de pueblo en pueblo y dejando una huella imborrable en la memoria colectiva de toda una generación.