Por: AGENCIA / SHD
Mucho antes de los tráileres, las autopistas y los ferrocarriles, el movimiento de mercancías en México dependía casi por completo de los arrieros. Estos hombres se convirtieron en el motor silencioso que conectaba regiones aisladas y mantenía con vida el intercambio comercial.
Los arrieros cruzaban sierras, valles y desiertos guiando largas recuas de mulas cargadas de productos básicos. Su labor consistía en llevar frijol, maíz, aguardiente, telas, frutas, animales, herramientas y todo aquello que los pueblos necesitaban para subsistir.
Las jornadas eran largas y extenuantes. Podían caminar durante semanas enteras, durmiendo al aire libre, cruzando ríos caudalosos y enfrentando madrugadas de frío extremo, seguidas por un calor intenso al mediodía, sin más protección que su experiencia y resistencia.
Los caminos que recorrían eran inseguros y poco definidos. Para protegerse y orientarse, los arrieros desarrollaron un sistema propio de señales, como silbidos para comunicarse a distancia, marcas en piedras y avisos improvisados con ramas que advertían de peligros o indicaban rutas seguras.
En muchas comunidades apartadas, los arrieros eran el único vínculo con el exterior. Gracias a ellos llegaban alimentos, herramientas y noticias, y salían los productos locales hacia otros mercados, manteniendo activo el comercio regional.
Este oficio exigía disciplina, fortaleza física y un profundo conocimiento del territorio. Por ello, los arrieros eran figuras respetadas, reconocidas por su honestidad y por la responsabilidad que implicaba transportar mercancía ajena a lo largo de trayectos riesgosos.
Con la llegada de caminos formales y medios de transporte modernos, el oficio fue desapareciendo. Sin embargo, la huella de los arrieros permanece como símbolo de un México que se construyó a paso de mula, gracias al esfuerzo de hombres que hicieron del camino su forma de vida.